
Hace unos 3.500 millones de años
surgieron en la Tierra las condiciones químicas que acabarían permitieron la
transformación de la materia inorgánica en materia orgánica.
Trillones de combinaciones después surgieron
unas moléculas capaces de auto-replicarse.
Ahora se los conoce con el término de
genes.
Y nosotros somos sus máquinas de
supervivencia.
Representamos la especie superior.
Los amos del universo conocido.
Pero todavía venimos programados,
como todos los organismos, para querer estar vivos, conseguir recursos, tener
sexo y cuidar de nuestros hijos.
Desde la más remota antigüedad de los
tiempos, cada ser humano ha luchado por alcanzar el poder que le permitiese
conseguir estos objetivos.
Todos buscamos este poder y tratamos
de alcanzarlo de diferentes formas.
Al principio el poder se conseguía
desarrollando mayor masa muscular, un metabolismo más apto para el combate, mayor
agresividad.
Entonces inventamos las espadas y las
armas que nos permitían aumentar nuestra capacidad para infligir daño a los
demás e imponernos mediante la disputa.
Y de este modo podíamos ganar estatus
y control sobre los recursos sociales deseables.
Después comprendimos que hay otros
modos de ganar la competición de estatus que no se desarrollan necesariamente a
través de disputas de fuerza.
Aprendimos las ventajas de la
interacción social para aunar aliados que permitiesen inclinar la posición de
poder a nuestro favor.
También aprendimos que podíamos
incrementar nuestro estatus aumentando la cantidad de territorios o bienes que
poseemos.
O el tamaño de nuestra cuenta
bancaria y de nuestras riquezas.
Entendimos igualmente que el éxito
social podía alcanzarse también a través de los títulos, del prestigio, de la
reputación.
O de tener un alto valor de
intercambio mediante la posesión de conocimientos y habilidades que resultasen
valiosos para los demás.
La suma de todos estos elementos y circunstancias
determinan en cada momento los recursos externos con los que contamos.
Nuestro poder exterior.
Pero no es suficiente.
Queremos ir más allá.
Queremos el poder interior.
El poder que no depende de las cosas.
Ni de los otros.
Y los hombres llevamos miles de años buscando
las fuentes del poder interior.
En Oriente, inventaron las técnicas
de meditación.
Aprendieron a concentrarse para controlar
mentalmente sus impulsos emocionales.
A dominar su química cerebral para
activar a placer las zonas de su cerebro que les hiciesen sentir más poderosos.
En Occidente aprendimos las técnicas
del entrenamiento físico para modular nuestros estados de ánimo y elevar
nuestro nivel de energía.
Aprendimos a someter a nuestro cuerpo
a elevados niveles de estrés físico para endurecerlo.
Y en el proceso, fortalecer también a
nuestra voluntad, incrementar nuestra fuerza, robustecer nuestro autocontrol.
Aprendimos a trabajar sobre nuestro
cuerpo para incidir sobre el caldo hormonal que se produce en nuestro cerebro.
Todos buscamos el poder interior.
El pode que emana desde dentro que
todos son capaces de percibir.
El poder ante el cual todos
experimentan una reverencia profunda y apenas comprensible desde una
perspectiva lógica.
El poder que nos ayuda a conseguir nuestros
objetivos sin casi encontrar resistencia.
Citando a Carlos Castaneda, “Lo que
determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un
hombre no es más que la suma de su poder personal. Y esa suma determina cómo
vive y cómo muere.”
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