
Los humanos, no sólo hemos desarrollado
muchas más emociones negativas que emociones positivas, sino que además, las
primeras se imponen a la segundas.
De modo que cuando nos encontramos
con una oportunidad y con una amenaza, aunque sean de igual intensidad, nuestro
cerebro está programado para dar mayor peso a la amenaza.
Este sesgo negativo de la naturaleza
humana en presencia de factores amenazadores, ha sido demostrado de mil maneras.
Por ejemplo, se ha comprobado a
través de escáneres cerebrales midiendo nuestras reacciones cuando vemos
cuadros positivos –una pizza, un Ferrari…-, o cuadros negativos –una cara
deforme, un gato muerto…
Los impactos negativos producen
siempre una mayor actividad eléctrica en el cerebro que los impactos positivos.
El miedo, el dolor y las demás
emociones negativas, tienden a imponerse a las emociones positivas.
Esta primacía de los factores
negativos sobre los positivos se debe a que, en términos evolutivos, los seres
humanos nos enfrentamos a más amenazas que oportunidades.
Y además, las amenazas tienen un
carácter más crítico que las oportunidades.
En el pasado remoto, nuestra
supervivencia dependía en buena medida de que fuésemos capaces de detectar un
peligro con la suficiente rapidez, y dedicásemos todos nuestros recursos a
hacerle frente.
Y aún hoy en día, las consecuencias
de pasar por alto que nuestro vecino es un estafador en potencia, suelen ser
más graves que las de ignorar que es un tipo amable.
Por eso, las investigaciones muestran
que juzgamos a un extraño de forma negativa cuando nos proporcionan un dato
positivo acerca de él y otro negativo, en lugar de juzgarle de forma neutra.
Prestamos inmediatamente atención a
las noticias que implican una amenaza, en mucha mayor medida que la atención
prestada a las informaciones que indican posibles oportunidades.
A la hora de formular nuestras
decisiones económicas, nos apartamos de los principios básicos de la
probabilidad.
Primamos la aversión a perder por
encima del deseo de ganar, debido a que una pérdida económica nos duele
exactamente el doble que la satisfacción que obtenemos con un beneficio de la
misma cuantía.
Y dado que los eventos negativos nos
afectan emocionalmente más que los eventos positivos, nos duele de un modo más
intenso y persistente un insulto o una humillación, que el placer que sentimos
cuando nos elogian.
Igualmente, en la medida en que
nuestro cerebro tiene una propensión natural a la negatividad, los estudios
muestran que se requiere que se produzcan, como media, aproximadamente 5 veces
más eventos positivos que negativos para que una pareja tenga la impresión
subjetiva de que su matrimonio va bien y es feliz.
En todos los órdenes de la vida, el
temor, el dolor y las emociones negativas mostrarán su fuerza y poder
devastador, imponiéndose a cualquier otra emoción.
Por eso nos resulta prácticamente
imposible gozar de la felicidad o de los placeres de la vida cuando las
emociones negativas nos dominan.
No hay forma de sentirse feliz cuando
nos atormenta un agudo dolor de muelas.
Y es que el placer y el dolor, el
bienestar y el malestar, son parte de la misma escala de sensaciones subjetivas
que experimentamos de forma permanente.
Y como se trata de extremos de la
misma gradación de sensaciones, no podemos al mismo tiempo experimentar
malestar y bienestar, pues ambos son antagonistas.
El placer es, en buena medida,
ausencia de dolor, del mismo modo que la felicidad es, en buena parte, ausencia
de emociones negativas.
Pues como dice C.S. Lewis, “Dios
nos susurra nuestros placeres, pero nos grita nuestro dolor”.
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