
Sea en el
colegio, en el instituto, en la universidad o en la empresa ¿quién no los ha
sufrido?
Este tipo de
profesor entra en la clase con gesto inexpresivo y mirada ausente, anunciando a
todos con su lenguaje corporal lo que les espera a continuación.
En cuanto ha
colocado las transparencias o se ha acomodado los textos que se dispone a leer,
abre la boca y comienza a emitir un hilo de sonido lento y parsimonioso, que va
arrastrándose interminable por los kilométricos párrafos que ha de leer.
El profesor
aburrido nunca ha oído hablar de recursos de oratoria como el énfasis, las
inflexiones, los acentos, las pausas o los cambios de entonación.
Técnicas
pedagógicas tan sofisticadas como la utilización de ejemplos, anécdotas,
símiles o preguntas, ni los mencionamos.
A los cinco
minutos de comenzar la clase del profesor aburrido, los alumnos comienzan a
mirar el reloj.
A los 15 minutos
están dando golpecitos para comprobar si se ha parado.
A la media hora,
algunos agitan con violencia sus relojes convencidos de que es imposible que el
tiempo se haya detenido.
Los que se
sientan en el fondo hace tiempo que han caído en los brazos de Morfeo.
Inconmovible, el
profesor aburrido continúa presentando su información con voz monocorde y sin
levantar jamás la vista de sus papeles o sus diapositivas, hasta que su arrullo
narcotizante ha conseguido vencer la entereza del último alumno que se resistía
a dar cabezadas.
Nuestro
siguiente perfil de profesor calamitoso es
el del profesor funcionarial.
Este tipo de
profesor se caracteriza por tener un escrupuloso y exclusivo interés por apegarse
a las reglas y formalismos del programa formativo y de la institución donde imparte
sus clases.
Su misión
pedagógica en la vida consiste en llevar a cabo ese programa punto por punto de
acuerdo con cada una de las pautas y procedimientos establecidos.
Su lema podría
ser “Nos tiene que dar tiempo de ver todo el temario”.
Parece creer que el
desarrollo personal y profesional de sus alumnos está en serio riesgo si no
consigue meter con calzador hasta el último punto del temario programado.
Y por supuesto,
lo que no está en el programa, no existe.
Con su discurso
repleto de unidades, capítulos, bloques,
exámenes, notas, grupos, horarios y certificados, este profesor es capaz de
destruir la motivación de los alumnos más dispuestos.
No importa lo interesantes que pudieran
parecer a priori las materias y actividades del programa, él hallará la forma
de convertirlas en rutinaria y anodinas, quitándoles el menor atisbo de aliciente, reto
o emoción.
Cuando
haya finalizado el programa, se sorprenderá de que el proceso de volcar el jarrón de su conocimiento en el vaso del cerebro de
sus alumnos haya resultado tan infructuoso.
“Mira que yo he
dado todo el programa”, se dirá a sí mismo. “Pero los alumnos no estudian lo
suficiente”.
Y con esta
explicación, se quedará tan pancho.
Que pasen los
siguientes alumnos.
Finalmente vamos
a detenernos en la descripción del profesor
pasota.
El profesor pasota
se considera a sí mismo un menda que da clases para ganarse la vida.
Y punto.
Está convencido
de que su cometido técnico se limita a dictar la lección, e intenta hacerlo
siguiendo el lema “vive y deja vivir”.
Cuando llega a
clase, saca los raídos apuntes que fotocopió hace 15 años y nunca se preocupó
de actualizar y comienza a leerlos con desgana.
Los alumnos
perciben rápidamente su desinterés, y se ponen a buscar con desesperación
alguna ocupación que les permita distraer su mente durante la siguiente larga hora
de clase.
Pronto, algunos
se ponen a hablar entre ellos.
Otros atienden
llamadas que les entran.
O se dedican a
intercambiar mensajes tecleando briosamente sus móviles.
Al fondo, los
más audaces han decidido jugar a la pocha.
Impertérrito, el
profesor pasota continúa recitando parsimoniosamente su lección, inmune al
bullicio de fondo que no para de crecer.
Los días en los
que se siente particularmente perezoso, les dice a sus alumnos: “hoy vamos a
aprender haciendo”.
O si el profesor
pasota es del tipo sofisticado, les dirá “hoy vamos a hacer learning by doing”
A continuación,
les mandará “hacer” cualquier tarea que les ocupe buena parte de la clase,
mientras él sestea o consulta las últimas novedades deportivas.
“Muy bien”, les
dirá, “ahora que cada uno vaya leyendo lo que ha escrito o contando lo que ha
hecho, y los demás vais tomando notas”.
Con esto, mal se
tienen que dar las cosas para que no le den las campanadas de fin de clase.
Y hasta aquí, en
fin, nuestro breve repaso de perfiles de profesores calamitosos.
Hay muchos más,
pero baste esta pequeña muestra para invitarnos a la reflexión.
Tener una
colección de títulos académicos, un amplio currículo como formador, o haber
pasado alguna oposición, no es garantía de ser un buen profesor.
Se necesitan
ciertas cualidades personales, y en especial la pasión por la enseñanza y el
aprendizaje.
Y también se
requiere un buen conocimiento de las mejores técnicas didácticas y pedagógicas,
y la disposición a seguir aprendiendo el resto de la vida.
Que vivan los
buenos profesores.
Y que Dios nos
ayude a sobrellevar a los calamitosos.
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