
Parece claro que la preferencia por los sábados tiene que
ver con el hecho de que es el primer día del fin de semana.
En cuanto al viernes, aunque todavía es un día laboral,
nos gusta porque posiblemente acabemos antes la jornada laboral y sobre todo
porque sabemos que la llegada del fin de semana es inminente. Y eso nos hace
felices.
Incluso el jueves se contagia un poco del aroma del
ansiado fin de semana, y como antesala del mismo es un día que nos inclinamos a
valorar positivamente, siendo cada vez más extendida la denominación de
“juernes”.
En cambio, los domingos y los lunes son considerados de
forma mayoritaria como los peores días de la semana.
El domingo es todavía un día festivo, y sin embargo no nos
gusta, porque sabemos que el lunes está a punto de llegar. Y eso nos hace
sentir desgraciados por anticipado.
Nuestras fobias y filias por los días de la semana son una perfecta explicación de la forma como funciona nuestra mente.
Nos indican claramente que nuestros estados anímicos no
dependen tanto de las cosas que nos pasan actualmente, como de aquellas que
esperamos que nos sucedan en el futuro inmediato.
Eso se debe a que los efectos neuronales y hormonales
asociados al placer y al dolor comienzan a producirse incluso antes de que
lleguemos a disfrutar de dichos placeres o sufrir dichos padecimientos.
Comienzan en el momento en que anticipamos que llegarán a
producirse.
Nuestro cerebro secreta dopamina, la droga natural del
deseo y la motivación, no cuando ejecutamos una acción deseable, sino
justamente cuando nos disponemos a realizarla.
O cuando vislumbramos que estamos a punto de hacerlo.
O incluso cuando simplemente nos deleitamos imaginando que
la vamos a hacer.
Siempre es así.
Estamos programados de tal forma que nuestra felicidad
depende más de lo que esperamos que nos suceda, que de lo que nos está
sucediendo en este mismo momento.
Como decía Homero, la vida es en gran medida una cuestión
de expectativas.
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