
El antepasado que recibiese esta
información se enfrentaría al dilema de creer al informador y correr el riesgo
de ser mal informado o manipulado –lo que pondría en riesgo su vida.
O de no creerle y correr el riesgo de
pasar por alto información relevante –lo que igualmente supondría un riesgo
para su supervivencia.
Así que el hecho más relevante para nuestro
antepasado que recibiese la información sería determinar si la misma es cierta.
Sólo en la media en que lo fuese,
resultaría útil y beneficiosa, y por tanto le permitiría tomar decisiones
correctas.
Este escenario sigue siendo
exactamente igual hoy en día en cualquier situación de comunicación a la que
nos enfrentamos.
Básicamente seguimos afrontando el
mismo dilema que nuestros antepasados.
Supongamos, por ejemplo, que queremos
comprar un coche de segunda mano.
La persona que pretende vendérnoslo
puede o no ser completamente sincera respecto al historial de su automóvil y su
estado de funcionamiento actual.
Tal vez piense que conseguirá mejor
sus objetivos si adultera por completo o en parte la información que transmite.
En cuanto a nosotros, podemos dudar
de la fiabilidad de la información que recibimos y de las intenciones
manipuladoras del vendedor.
Y esto implica que el vendedor del
coche no producirá necesaria y automáticamente el efecto que desea en nosotros.
Como vemos, la eficacia de cualquier
comunicación depende, en primer lugar, de que, quien lo recibe, crea en la
veracidad de la información que le transmite el emisor de la misma.
De modo que el objetivo de cualquier
persona que emite una información es presentar su mensaje de tal forma que sea
creído.
Y el objetivo de cualquier persona
que escucha dicha información, -tanto si se trata de un comprador de coches
como si es un poblador prehistórico de la sabana africana- es tratar de
discernir si dicha información es cierta, o qué parte de ella lo es y cuál no.
Si no lo consigue, corre el riesgo de
almacenar en su cerebro información falsa, o de ser manipulado en beneficio del
comunicador, y quizás en detrimento de su propio interés.
Por tanto, la ciencia de la
influencia nos enseña que siempre que queremos comunicar algo, merece la pena
invertir un tiempo en intentar primero ganar credibilidad.
Si no otorgamos credibilidad a una
persona o a una fuente, ésta no podrá ejercer ninguna influencia sobre nosotros
mediante sus acciones de comunicación.
Seremos implacables con ella y nada
de cuanto diga o haga podrá convencernos de que tiene razón.
Por mucho que aporte pruebas que
apoyen sus razones, las consideraremos irrelevantes.
La credibilidad está por tanto en la
esencia misma de la capacidad persuasiva.
Puede ganarse por varios medios.
Podemos por ejemplo comenzar exponiendo
los antecedentes que hacen que seamos expertos en el tema sobre el que vamos a
intervenir.
Existen formas indirectas de hacerlo sin
parecer necesariamente arrogantes o presuntuosos.
Podemos por ejemplo citar lo que
otras personas han dicho de nosotros, o mencionar algunas de las experiencias
similares en las que hayamos participado en el pasado.
Sólo si nos hacemos creíbles a ojos
de nuestros interlocutores podremos influir en su conducta.
Esa es la esencia misma del éxito
persuasivo de cualquier comunicación.
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