
El objetivo: evitar la duplicación absurda de esfuerzos debido a que el
conocimiento ya existente en alguna parte de la organización no se ha
compartido de forma adecuada.
En la práctica, muchas de estas iniciativas fracasan porque se centran
de forma casi exclusiva en las soluciones tecnológicas, descuidando el lado
humano de la ecuación de conocimiento.
En realidad, el problema de la compartición y transmisión del conocimiento
no es nuevo, sino que se remonta a los orígenes mismos de la humanidad.
Sólo los humanos hemos desarrollado la capacidad de transmitir
socialmente, de generación en generación, en forma estable y fidedigna, una
enorme cantidad de información, conocimientos y destrezas.
La capacidad de transmisión cultural supuso una enorme ventaja
adaptativa que tuvo que generar necesariamente una presión selectiva que
favoreciese las mutaciones genéticas que ayudasen a dicha transmisión cultural.
Podemos adivinar que esta capacidad de transmisión cultural, casi exclusiva de nuestra especie, debió producir cambios en la psicología de
nuestros ancestros.
Y que ello acabó produciendo la emergencia del mecanismo del prestigio, tan
exclusivamente humano, como forma de ganar estatus.
Sólo en las sociedades humanas es posible ganar estatus, no mediante la
disputa, sino haciéndose más atractivo y valioso para los demás.
El prestigio se gana a través del consentimiento y la deferencia que
voluntariamente ceden los demás miembros del grupo a aquellos de entre ellos
que alcanzan un mayor grado de excelencia en una determinada parcela de
actividad o conocimiento.
Podemos imaginar que ya en la época prehistórica, debía haber cazadores que
desarrollasen conocimientos o habilidades superiores a la media.
Y que aquellas personas del grupo que fuesen capaces de aprender e
imitar las técnicas que utilizaban dichos cazadores excelentes, incrementarían
sus propias posibilidades de supervivencia.
De modo que la selección natural tendería a favorecer aquellos
comportamientos que permitiesen copiar y adquirir estas capacidades de
aprendizaje eficiente.
Ahora bien, esas personas que servían de modelo para los demás, no
tendrían razón alguna para compartir su conocimiento y sus destrezas, a menos
que obtuviesen contrapartidas por ello.
De modo que la selección natural favoreció aquellos comportamientos de
deferencia, respeto y obsequio, que hacían más probable que dichas personas
destacadas estuviesen dispuestas a compartir sus conocimientos con quienes
mostraban dichas conductas reverentes hacia ellos.
Por eso, a lo largo de toda la historia de la humanidad, la excelencia
en algún conocimiento o habilidad socialmente valiosos han permitido obtener el
reconocimiento de los demás miembros del grupo, es decir, el prestigio social.
Y hoy en día sigue siendo igual.
¿Por qué tendrían las personas que compartir su conocimiento en el seno
de las organizaciones?
La tarea de documentar, transferir y compartir el conocimiento requiere
tiempo y dedicación, y las personas están muy ocupadas con sus propios asuntos.
Y además, el conocimiento es poder y valía para quien lo posee. Y
compartirlo con otros puede reducir ambas cosas.
A menos, claro está, que las personas que comparten ese conocimiento obtengan alguna contrapartida por hacerlo.
Y de eso justamente trata la ecuación humana del conocimiento.
Si queremos que las personas compartan, asegurémonos de que al hacerlo
obtienen la contrapartida del prestigio social.
Que compartir el conocimiento les ayude a construir una identidad en la
que sus compañeros les identifiquen como conocedores y expertos en la materia.
Y que ello les depare un claro beneficio personal. No en términos de dinero o de promesas de ascenso, sino en términos de respeto y de reconocimiento de sus pares.
Ese es el principal motor para la compartición y el intercambio de
conocimiento.
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