
En
nuestro análisis inconsciente de los costes y beneficios de nuestra acción,
tenemos una clara representación del goce de beber, y una muy pobre y vaga
evocación del dolor de cabeza, las náuseas y el malestar general que sentiremos
al día siguiente.
De
modo que continuamos tomando otra copa más.
Al
día siguiente, cuando nos estemos sintiendo mal, tendremos pleno acceso al
dolor y malestar, mientras que el placer solo será un recuerdo borroso del día
anterior.
Así
que en ese momento, retrospectivamente, nos diremos que no ha merecido la pena
beber.
El
problema es que podemos vivir esta situación una y otra vez sin que nuestro
cerebro inconsciente llegue a aprender del todo la asociación entre tomar la
tercera copa y la resaca del día siguiente.
En
definitiva, el cerebro aprende a través del efecto inmediato.
Si
hacemos algo y obtenemos placer, esa actividad queda reforzada.
Si
la actividad produce dolor inmediato, se produce un refuerzo negativo.
En
cambio, si el bienestar o el dolor no se producen de un modo inmediatamente
consecutivo a la acción, a nuestro cerebro le cuesta mucho más establecer la
relación causa-efecto, y por tanto, el principio de los refuerzos apenas opera.
De
modo que nos encontramos con que, si queremos romper un hábito, necesitamos
producir un refuerzo negativo sobre dicha conducta, pero la mayoría de las
veces el refuerzo negativo de las conductas indeseables no funciona tan bien
como el refuerzo positivo que las convirtió en hábitos.
El
refuerzo positivo derivado de muchos de los hábitos de los que solemos querer
deshacernos, se produce de forma inmediata.
En
cambio, las consecuencias negativas que suelen tener estas conductas
generalmente tardan un cierto tiempo en producirse.
El
cerebro es extraordinariamente eficiente en captar señales de refuerzo
inmediato, pero cuando dichos refuerzos, positivos o negativos, se demoran, el
cerebro apenas es capaz de establecer la asociación entre dichas conductas y
sus consecuencias.
Por
eso, nos resulta extraordinariamente fácil aprender que no debemos tocar una
estufa encendida, porque nos quemamos y sentimos dolor inmediato.
Pero
no somos capaces de aprender que no debemos fumar, porque las consecuencias,
aunque puedan ser tremendamente dolorosas, sólo se producen años después de haber
realizado la acción de fumar.
De
modo que cambiar los hábitos bien establecidos requiere un gran esfuerzo y
perseverancia, lo cual nos debería llevar a pensarlo muy bien antes de dejar
que se instalen en nuestro cerebro según qué hábitos, especialmente durante la
edad adulta.
Pero
si estos hábitos ya instalados en nuestro cerebro son negativos ¿podemos hacer
algo para liberarnos de ellos?
Afortunadamente la capacidad plástica del cerebro permite que el cerebro pueda sustituir las conexiones nerviosas que sustentan un determinado hábito siempre que dichas vías sinápticas dejen de utilizarse.
El
cambio es posible, pero es importante saber que el “olvido” de una determinada
conducta o hábito no se produce sólo debido a una pérdida pasiva de los
conocimientos almacenados, sino que requiere un proceso activo de formación de
vías sinápticas alternativas.
Si queremos cambiar nuestra forma
de pensar o de actuar, debemos crear nuevos cauces de pensamiento o acción que
sustituyan a los antiguos.
De este modo, la vieja conexión sináptica se
debilitará y el nuevo modo de conducta o pensamiento se fortalecerá.
Cada vez que repitamos la nueva conducta que
queremos aprender, habremos dado un paso más en la sustitución de hábitos.
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