
A las personas nos gusta el sabor dulce. A veces nos
gusta más allá de las conveniencias de nuestro peso o de nuestra salud. Copio
por ejemplo lo que publicó recientemente una chica en un foro de Internet:
Sabes que no debes de comer un
rico chocolate alto en calorías pero tu antojo es enorme y tienes que aplicar
tu voluntad y sientes en tu cuerpo una sensación de devorarte el chocolate pero
tu mente te dice "no lo hagas" y tu mente lleva a tu cuerpo a alejarse
del chocolate. Sacas enormes fuerzas de tu interior y luchas entre tu mente y
tu cuerpo, y una voz te repite "no lo hagas, no comas el chocolate" y
el chocolate me dice "¡¡déjate de joder y cómeme, solo soy
chocolateeeeee!!"
Sea como fuera que acabase este diálogo de besugos entre la
chica y su chocolate, lo cierto es que todos los humanos compartimos unas
preferencias comunes, como el gusto por el sabor dulce, al mismo tiempo que nos
repugnan otras cosas, como el olor de los excrementos en descomposición.
Todos nacemos con este complejo sistema de preferencias y
antipatías, de cosas que nos producen placer o displacer, de acuerdo al sistema
de gratificación cerebral instintivo desarrollado durante millones de años por
nuestros ancestros prehistóricos.
Nos gusta el sabor dulce porque en la Prehistoria,
bastante antes de que se inventaran los donuts y los chocolates, el sabor dulce
iba asociado a la fruta madura que necesitábamos tomar para obtener
determinados nutrientes esenciales.
Y nos repugna el olor nauseabundo de las defecaciones
porque, en términos generales, ingerir caca es nutritivamente poco
recomendable.
Siempre es así: el placer y el displacer, lo positivo y
lo negativo, no son otra cosa que mecanismos de dirección de nuestra conducta,
programados en nuestro cerebro de acuerdo a nuestra particular historia
evolutiva.
Sin este sistema de gratificación instintivo, nuestros
antepasados no habrían podido sobrevivir.
Si no hubieran encontrado placer en la comida o en el
sexo, no se habrían molestado en cazar o en recolectar comida, ni en practicar
el sexo, y habrían perecido sin dejar descendencia.
Si ser devorado por un depredador no fuese subjetivamente
desagradable, no habrían huido, y de nuevo hubiesen estado abocados a la
extinción.
Si, en el otro extremo, nuestros antepasados hubiesen
encontrado placer en cualquier tipo de actividad inútil y ociosa, hubiesen
perecido igualmente.
Si, por ejemplo, al golpearse la cabeza contra un árbol
hubiesen experimentado una agradable sensación de bienestar, en lugar de dolor,
su vida habría sido al mismo tiempo muy gozosa y muy corta.
Así pues, todos contamos con una serie de programas
genéticos que nos indican unas preferencias y antipatías innatas.
Pero al mismo tiempo, podemos aprender mediante los
procesos de condicionamiento asociados al placer y el dolor, todas las nuevas
habilidades y preferencias que llegaremos a tener en nuestras vidas.
Y son justamente estas capacidades de adquirir nuevos
aprendizajes lo que hace que nuestra especie sea única y diferente a cualquier
otra.
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