
¿Quién no ha escuchado la Canción del Perezoso (the Lazy Song) de Bruno Mars? La letra
comienza de esta forma:
“Hoy no me apetece hacer
nada, lo único que quiero es tumbarme en
la cama.
No me apetece contestar al
teléfono, así que deja un mensaje después de la señal.
Luego la letra continúa hablando y hablando sobre la
maravilla de pasar un día entero sin hacer absolutamente nada.
Seguramente todos nos hemos identificado alguna vez con
un sentimiento parecido al que expresa la canción, el deseo de permanecer cómodos,
relajados, ociosos, sin hacer nada.
En general, a todos nos causa placer la comodidad y la
molicie, y nos sentimos bien cuando podemos permanecer relajados sin gastar
energía.
Esto se debe al mecanismo ancestral de regulación de la
energía que se desarrolló en el entorno prehistórico en el que evolucionamos, cuando
la energía era un bien escaso que debía economizarse a cualquier costa.
Y como es bien conocido, el cerebro es el mayor consumidor
de energía del organismo. Con sólo el 2 por ciento del peso corporal, el
cerebro consume el 20 por ciento de la energía que gastamos.
De modo que cuando no tenemos ganas de hacer nada,
normalmente nos apetece aún menos hacer un esfuerzo mental, como el que supone
cualquier proceso de aprendizaje.
Pero por otro lado, si todo el tiempo estuviéramos
quietos y relajados, no podríamos satisfacer los múltiples requerimientos de
nuestro organismo, ni podríamos perpetuar nuestros genes.
En épocas prehistóricas los hombres debieron verse
empujados a buscar comida, parejas sexuales, territorio, estatus social. Esa es
la razón por la cual las personas no nos limitamos a escondernos tratando de
minimizar el cambio y la acción.
Necesitamos hacer cosas, y hoy en día seguimos teniendo
este instinto que nos empuja a buscar cualquier cosa que nuestro cerebro considere
que es una oportunidad.
Por eso, frente a la tendencia natural a realizar el
mínimo gasto energético, se oponen todos los programas que nos incitan a
satisfacer nuestros distintos instintos.
Estamos programados para buscar cosas, para sentirnos
estimulados, para querer mejorar, para querer aprender aquello que nuestro
cerebro interprete que es relevante para nuestros objetivos biológicos.
Así que todas las personas nos sentimos atraídas por
estos dos conjuntos de instrucciones contradictorias programadas en nuestro
cerebro, y que hacen que nos movamos entre los extremos de la holganza y la
motivación, la necesidad de ahorrar energía y la necesidad de hacer y aprender
cosas.
Nuestro cerebro no quiere trabajar más de lo necesario.
Pero tampoco quiere dejar de aprovechar las oportunidades
que se presentan.
Y desde esta perspectiva es como debemos entender nuestra
relación con los procesos de aprendizaje. Nuestro cerebro está programado tanto
para aprender aquello que interprete que pueda ser potencialmente relevante
para nuestros objetivos vitales, como para ignorar (no aprender) aquello que
considere irrelevante.
Y ambas tareas tienen la misma importancia biológica.
Por tanto, si nuestro objetivo es aprender o hacer que
otras personas aprendan, lo primero que debemos conseguir es convencer a
nuestro cerebro o al cerebro de esas otras personas de que el objeto o materia
objeto de aprendizaje es de alguna forma relevante para los fines vitales que
todos perseguimos…
Y eso, en última instancia, depende siempre de que
nuestro cerebro interprete que nos encontramos ante una oportunidad, o ante una
amenaza...
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