domingo, 2 de marzo de 2014

La gran fábrica de borricos

Muchos profesores se quejan, privadamente, de que sus alumnos lleguen a la universidad como pollos desplumados.
Que apenas son capaces de expresar sus ideas en un folio.
Que sus redacciones están plagadas de errores ortográficos y sintácticos.
Y que para la mayoría resolver una raíz cuadrada representa un obstáculo prácticamente insalvable.
La situación no mejora mucho con el paso por la Universidad.
Muchos empresarios se quejan de que los licenciados que contratan no están preparados para el mundo laboral.
Y que apenas son capaces de pensar por sí mismos.
¿Acaso nuestro sistema educativo conforma una gran fábrica de borricos?
Dependiendo del país, los estudiantes pueden llegar a dedicar unas 1.000 horas al año a asistir a clase, sin contar las horas que dedican a hacer los deberes y a estudiar para los exámenes.
Con una media de 20 años de vida de estudiante, esto nos da la asombrosa cifra de 20.000 horas de clase.
Vistos los resultados, podemos preguntarnos a qué diantres dedican sus horas los estudiantes mientras están en la escuela y en la universidad.
Todo el mundo proclama que la educación tiene una importancia fundamental para el desarrollo de las personas y de los pueblos.
Y van más allá.
Gobernantes, directivos de instituciones educativas, docentes y padres, pregonan que el esfuerzo educativo debe incidir de forma especial en el objetivo de desarrollar la capacidad de los alumnos para pensar de forma inteligente y creativa.
Pero si medimos la eficacia del aprendizaje en relación a las horas dedicadas, podemos fácilmente concluir que el sistema educativo conforma probablemente la mayor fuente de despilfarro inútil de tiempo, recursos y dinero de nuestra sociedad actual.
Quizás uno de los exponentes más claros de esta situación es la conducta consistente en tomar notas o apuntes mientras el profesor habla en clase.
Es una conducta tan habitual, que muchos profesores se extrañarían si vieran que algún alumno no toma notas durante su clase.
Es simplemente lo que deben hacer, su ocupación en el aula.
La mayoría de los alumnos se limita a copiar o tratar de copiar dócilmente todo lo que el profesor dice.
Otros son más selectivos, y tratan de discriminar lo que es más importante, de modo que puedan obviar lo demás.
Por ejemplo, tienden a omitir los ejemplos o las reflexiones del profesor.
Pero la tarea de tomar apuntes puede no ser tan fácil como pudiera parecer.
Por ejemplo, un reciente estudio analizó los apuntes de alumnos universitarios de un determinado curso.
Encontró que el 65% de los apuntes eran incompletos, en el sentido de que tenían importantes lagunas en apartados relevantes de la exposición del profesor.
A  veces el problema está en que el profesor dicta demasiado deprisa y a los alumnos no les da tiempo de anotar todo lo que dice.
Para salvar este obstáculo, muchos alumnos inventan una especie de diccionario taquigráfico personal, lleno de abreviaturas, símbolos y atajos de letras y números.
Naturalmente la efectividad de este sistema se basa en que después los alumnos sean capaces de recordar el significado de todos estos símbolos.
A menudo, la tarea de descifrar su significado cuando han pasado unas cuantas semanas resulta bastante ardua y engorrosa.
Otras veces, el problema es que el profesor tiende a divagar, saltando de una idea a otra, y luego a otra más.
Los alumnos se sienten frustrados porque este estilo expositivo no les permite tomar unos apuntes ordenados que les sirvan después para preparar bien los exámenes.
En otras ocasiones el problema es que los alumnos simplemente no entienden lo que el profesor está explicando, de modo que escriben cosas o copian gráficos o esquemas de la pizarra, a los que después no logran dar el menor sentido.
En general, los alumnos quieren profesores que les faciliten su trabajo de escribas.
Que les cuenten un guion previamente preparado.
Que se los dicten, sin improvisar, sin hacer reflexiones ni irse por las ramas.
Y que lo hagan a un ritmo lento y pautado, para que les dé tiempo de registrarlo todo en sus cuadernos.
Emilio Botín, padre del actual presidente del Banco Santander, solía decir que "Todo lo que no son cuentas, son cuentos".
Y los alumnos aprenden rápidamente, cuando ingresan en el sistema escolar, que todo lo que no son las notas del examen, son cuentos.
Cuando sacan buenas notas en los exámenes, sus padres, sus profesores y el mundo entero, alaban su esfuerzo, les felicitan y les premian por su gesta.
Pero si sus notas son malas, da igual lo que sepan, lo creativos que sean, lo inquietos y curiosos que demuestren ser, lo innovadores o audaces que se muestren intelectualmente, simplemente se les tildará de fracasados.
De modo que con el paso del tiempo, sus mentes llegarán a estar totalmente programadas por años de condicionamiento.
Y ya no querrán profesores que les dificulten su tarea de copistas.
Los alumnos saben que, en la mayoría de las ocasiones, los apuntes que toman en clase representan prácticamente toda la información que necesitan conocer sobre la asignatura para poder aprobar el examen.
Y que todo lo demás son cuentos.
Por supuesto, en la mayoría de los casos no volverán a mirar esos apuntes hasta unos días antes de la fecha prevista del examen.
Entonces se pegarán un enorme empacho de estudio de esos apuntes, en su intento de memorizarlos, aunque sea durante las 24 horas siguientes, hasta que pasen el examen.
Después, sus mentes tenderán a eliminar la mayor parte de ese conocimiento, como si fuese mero material de desecho.
Unas semanas después del examen, apenas recordarán una pequeña fracción de todo el material que anotaron en sus cuadernos y después “aprendieron”.
Y es que cuando la mayor cantidad del tiempo de clase está dedicada a un dictado, resulta difícil que dicha clase favorezca al aprendizaje.
Se supone que tomar apuntes ayuda a mantener la atención y concentración de los alumnos en el aula, a pensar sobre lo que dice el profesor, facilitando la posterior asimilación del tema.
En la práctica, se trata más bien de una simple forma de control que ayuda a mantener a los alumnos ocupados copiando durante todo el tiempo que dura la clase.
Pero mientras los alumnos están absortos en el pulcro desempeño de su oficio de copistas, ¿cuándo pueden reflexionar sobre lo que están aprendiendo, sobre su significado, su historia, su importancia, su utilidad, sus objetivos?
¿Cuándo resuelven problemas, explorando y descubriendo por sí mismos las posibles soluciones?
¿Cuándo dan su opinión, se involucran y se comprometen?
¿Cuándo tienen la oportunidad de participar activamente en los debates, haciéndose copartícipes del conocimiento, interiorizándolo de forma cada vez más profunda?
¿Cuándo se entusiasman, se asombran, se fascinan y se sorprenden con las maravillas que van descubriendo?
¿Cuándo juegan y se divierten aprendiendo?
El gran fracaso del sistema educativo es que recibe niños que tienen interés por aprender desde el mismo momento de su nacimiento.
Y después de la experiencia de sus años en clase, la mayoría de ellos nunca más querrá saber nada que tenga que ver con el aprendizaje.
Nuestro sistema educativo actual es una gran fábrica de borricos.
¿Seremos capaces de afrontar el reto de cambiarlo de arriba abajo, desde una sana comprensión de lo que la ciencia sabe actualmente sobre el funcionamiento del cerebro humano?

1 comentario:

  1. Coincido con bastantes cosas. Aunque no creo que en muchos lugares se sigan tomando notas, las cosas no han cambiado como deberían. Seguimos bajo el influjo de la nota, el palo y la zanahoria, en lugar de fomentar la motivación intrínseca y el placer por aprender, resolver, escudriñar, desentrañar, crear, aportar...

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