domingo, 12 de enero de 2014

Psicología del Juego

Supongamos que un jefe les dice a sus empleados “coged estas cajas que están en el suelo y colocadlas en las estanterías que están al otro lado de la sala”.
Ante esta petición, es probable que a la mayoría de los empleados les entre un repentino ataque de holgazanería y puede que algunos de ellos pongan briosamente sus cerebros a trabajar para ver si consiguen elucubrar alguna buena excusa que les exima a ellos de llevar a cabo esta tarea.
La perspectiva de gastar su energía en esta tarea física que les ha sido impuesta, les resultará seguramente poco halagüeña.
Preferirían mantenerse cómodos, relajados, ociosos, porque el mecanismo ancestral de regulación de la energía, que se desarrolló en el entorno prehistórico en el que evolucionamos, les induce a querer minimizar su gasto energético.
Pero si finalmente los empleados se convencen de que no tienen más remedio que llevar a cabo la tarea dictada, lo harán posiblemente con apatía y desgana, deseando que a su jefe no se le ocurra mandarles otra tarea similar cuando acaben de colocar las cajas en las estanterías.
Ahora cambiemos el contexto de la situación, y supongamos que la instrucción de colocar las cajas en las estanterías formase parte de un juego competitivo que pretendiese dirimir el ganador del torneo.
Imaginemos que la instrucción fuese algo así como “Vuestro siguiente reto en el juego es colocar estas cajas en las estanterías del otro lado de la sala. Conseguirá más puntos quien más cajas consiga colocar en menos tiempo”.
La psicología de los empleados cambiará drásticamente en esta situación. De repente el trabajo se habrá convertido en un juego y ahora se sentirán estimulados a querer llevar tantas cajas como puedan en el menor tiempo posible, en su deseo de conseguir los máximos puntos posibles y alcanzar la victoria competitiva.
Más aún, apenas hayan completado la tarea, estarán deseosos de conocer la siguiente tarea encomendada, que posiblemente represente un reto aún más duro y difícil de superar, y que ellos estarán ávidos de llevar a cabo para conseguir nuevas recompensas en el juego.
La gamificación (traducción del inglés “gamification” y que se podría traducir como “juguetización”), consiste justamente en la aplicación de algunas de las propiedades que describen la experiencia de jugar, llevándola a otros contextos que son en apariencia ajenos a los juegos propiamente dichos.
Gamificar un aprendizaje u otro tipo de actividad, significa básicamente conferirle la carga emocional positiva que permita convertir el trabajo en diversión.
La dinámica de jugar da lugar a una variopinta gama de posibilidades y sensaciones de satisfacción, genera un aprendizaje adaptativo, concita la debida atención debido a la inmersión cognitiva, genera motivación y emoción y puede favorecer la socialización.
Si somos capaces de aplicar algunas de las características pedagógicas que son fuertes en los juegos, pero débiles en la formación tradicional, podremos llevar a cabo un progreso pedagógico significativo.
Estos son algunos de los principales principios psicológicos del juego que pueden trasladarse al ámbito del aprendizaje y en general, a cualquier experiencia humana en la que deseemos “enganchar” a los participantes, involucrándoles y haciéndoles que deseen seguir jugando.

Los juegos son libres y voluntarios.
En las organizaciones a menudo se tiende a querer controlar cada detalle del proceso de aprendizaje de los alumnos. Se les dicta qué tienen que aprender, cuándo deben hacerlo, en qué secuencia, etc.
Pero las personas sólo nos sentimos verdaderamente comprometidas con aquello que sentimos que estamos haciendo de modo voluntario, no cuando sentimos que hemos sido forzados de alguna manera a hacerlo.
El hecho de que la elección de hacer algo recaiga en los usuarios conforma un factor motivacional positivo, y les confiriere un papel más activo, en lugar de pasivo, en el aprendizaje

Los juegos apelan a algunas de las motivaciones básicas del ser humano.
Los jugadores se quedan porque les apetece.
Y eso sucede porque los juegos apelan a algunas de las motivaciones básicas del ser humano, como el deseo de logro y superación cuando se cumplen satisfactoriamente las misiones y retos del juego.
El deseo de auto-expresión, creando una identidad virtual propia y diferenciada.
El deseo de adquirir estatus, prestigio y reconocimiento en el entorno del juego.
La curiosidad, a menudo basada en una buena historia que se va desarrollando a lo largo del juego.
La competición, que permite compararse con los rivales y fomenta el rendimiento.
La sensación de progreso y de mejora a medida que se alcanzan nuevos niveles en el juego.
O el fomento de las relaciones sociales entre los jugadores, como el altruismo y la camaradería.

Los juegos proveen retroalimentación constante.
La retroalimentación, principio esencial de los juegos, motiva y estimula a la acción, y es uno los principales elementos que hace que los participantes se enganchen a los juegos.
Los juegos ofrecen retroalimentación en forma de premios, y a veces de castigos, desde el principio del juego y a medida que los jugadores van avanzando y llevando a cabo acciones.
Las recompensas pueden incluir nuevas vidas, puntos o bienes virtuales, insignias y títulos honoríficos, rankings y barras de progreso, etc.
Los premios y recompensas estimulan el circuito de recompensa cerebral, provocando la liberación de dopamina, y generando una experiencia de satisfacción que ayuda a fijar el aprendizaje y a que los jugadores deseen obtener nuevos premios.

Los juegos se desarrollan en un ambiente de incertidumbre.
Buena parte del éxito de los juegos descansa en el hecho de que no sólo proveen retroalimentación continua en forma de premios, sino que además existe un nivel de incertidumbre respecto a la consecución de los mismos.
Y es que a las personas nos gusta ser agradablemente sorprendidas, y eso sucede en todos los ámbitos de la vida.
Las investigaciones muestran que la cantidad de dopamina que nuestro cerebro segrega ante un evento positivo depende en buena medida de lo inesperado del premio conseguido.
Si estamos seguros de conseguir la recompensa, la cantidad de dopamina que se libera en nuestro cerebro es menor.
Y lo mismo sucede si el premio sólo se consigue en un porcentaje muy pequeño de las ocasiones.
Es la existencia de un nivel medio de incertidumbre respecto a la posibilidad del éxito en conseguir una recompensa lo que maximiza la dopamina liberada en el cerebro.
Los jugadores aplicarán su máximo esfuerzo para resolver los retos que se les plantean, cuando perciban que dichos retos no son tan fáciles que el éxito parezca garantizado, ni tan difíciles que el triunfo se vea como una posibilidad remota.

Los juegos plantean a los jugadores metas progresivamente más elevadas.
En la mayoría de los juegos, los jugadores pueden ir acumulando puntos y otros premios, avanzando hasta tener la oportunidad de alcanzar nuevos niveles en el juego.
Esta sensación de que se están realizando progresos hacia una determinada meta, genera refuerzos en el sistema de recompensa cerebral, haciendo que los circuitos neuronales que sustentan los nuevos aprendizajes sean más fuertes y duraderos.
Los buenos juegos suelen permitir que los jugadores progresen más rápidamente en los estadios iniciales del juego, y luego les deparan numerosas oportunidades de experimentar recompensas intrínsecas a medida que avanzan en las diferentes etapas del mismo.
E incluso si los jugadores cometen muchos errores, los juegos suelen ofrecerles pistas, consejos y retroalimentación que permite que sus cerebros mantengan la expectativa de obtener la recompensa dopamínica si perseveran jugando.
Los juegos adecuadamente diseñados exigen niveles de competencia cada vez más elevados para seguir avanzando en el juego. De este modo se evitan que los jugadores caigan en el aburrimiento.
Les empujan siempre hacia adelante, hacia las tareas siguientes, hacia arriba en el siguiente nivel, haciéndoles vivir en el límite entre el éxito y el fracaso.

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