miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cuando el cerebro trabaja en la zona cúspide de su eficacia

“Piense y hágase rico” es un libro del escritor estadounidense Napoleón Hill.
Desde su primera publicación, en 1937, esta obra ha vendido más de diez millones de copias, por lo que es generalmente considerada como la obra de mayor éxito en su género.
Para escribirlo, Napoleón Hill entrevistó a 500 de las familias más ricas de los Estados Unidos, y trató de averiguar cuáles eran los elementos comunes que podían explicar el origen de su fortuna.
Su filosofía, basada en estas investigaciones, podría resumirse de una forma muy sucinta en esta frase de Hill: “Cuando tus deseos sean lo suficientemente fuertes, parecerá que posees poderes sobrehumanos para alcanzarlos”.
Así que para Hill, la clave maestra para alcanzar el éxito en la vida, consiste en formular un deseo con tanta intensidad y persistencia, que esa emoción nos ayude a vencer cualquier resistencia interna o externa, hasta que alcancemos nuestros fines.
Ahora, vayamos a las antípodas del pensamiento de Hill, y sumerjámonos por un momento en el pensamiento budista.
Los budistas afirman que la vida es sufrimiento, ya que la existencia humana es intrínsecamente dolorosa desde el momento del nacimiento hasta el momento de la muerte.
Y creen que la causa de este sufrimiento radica fundamentalmente en el apego a las cosas materiales y en la codicia, que genera ansiedad y provoca sufrimiento.
De acuerdo a esta filosofía, se puede poner fin al sufrimiento si se logra ir más allá de las ataduras mundanas, liberándonos de todos nuestros deseos.
En realidad, no sólo el budismo, sino que buena parte de las religiones mayoritarias comparten, en su versión más mística, una aproximación similar a la budista.
Entienden que la “verdadera” felicidad sólo se consigue cuando vencemos nuestros deseos relacionados con el mundo terrenal, y de este modo nos liberamos de nuestros miedos y nuestra confusión, alcanzando la serenidad.
Esta forma de pensar, que enlaza con el pensamiento cristiano primitivo, ha impregnado diversos movimientos sociales a lo largo de la historia, también en el mundo occidental.
No sólo tenemos, por supuesto, los movimientos hippies de los años 60 y 70 del siglo pasado, sino que aún hoy en día encontramos movimientos sociales que preconizan la vuelta a la simplicidad y a la lentitud –en contraposición al frenesí de la vida moderna-, así como la renuncia a la carrera por el éxito y el afán permanente de adquirir y acumular nuevos bienes materiales.
¿Quién tiene razón?
¿Debemos exacerbar nuestros deseos para que generen en nosotros la motivación necesaria para impulsarnos al éxito?
¿O bien, dado que nuestra frustración e infelicidad devienen en buena parte de nuestros deseos insatisfechos, es preferible renunciar a nuestros deseos y aspiraciones y así alcanzar la paz espiritual?
Desde un punto de vista científico, hoy en día sabemos que el placer y la felicidad que nos producen las cosas que experimentamos o logramos, no depende sólo de su naturaleza o intensidad, sino también y sobre todo de la comparación entre lo que experimentamos o logramos y lo que esperábamos vivir o conseguir.
Esto significa que el deseo actúa como potenciador del placer y la felicidad, intensificándolos cuando se obtienen.
Y también que es fuente de frustración, cuando nuestras aspiraciones quedan insatisfechas o nuestras expectativas se ven defraudadas.
Así que en realidad, no son los deseos y aspiraciones en sí mismos los que nos producen  infelicidad, pues todos sabemos que cuando son colmados, normalmente sucede justamente lo contrario.
Nos sentimos felices, al menos hasta que comienzan a dispararse los mecanismos de retroalimentación negativa del cerebro, reduciendo el nivel de recompensa que produjeron los eventos felices experimentados.
Es sobre todo cuando nuestras expectativas y deseos resultan insatisfechos, cuando se genera la frustración y la infelicidad.
Los monjes budistas, al igual que muchas otras comunidades que a lo largo de la historia, y todavía hoy en día, han adoptado una forma de vida monacal, tratan de renunciar a cualquier aspiración material.
Viven en la pobreza y la austeridad, sobreviviendo a menudo gracias a la mendicidad y la generosidad ajena.
No tienen ningún tipo de responsabilidad familiar, porque han hecho juramento de celibato.
Intentan alcanzar, de este modo, un estado de total despreocupación respecto a las cosas del mundo, basado en la indiferencia y la carencia de expectativas o ambiciones de ningún tipo.
Si nada tienes y nada deseas, difícilmente puedes llegar a frustrarte.
Sin duda, esto les permite a estos monjes alcanzar un cierto nivel de paz espiritual.
Pero muchas personas pueden sentir que no es éste el tipo de vida que desean.
Al fin y al cabo, las personas venimos programadas de serie con una serie de instintos que dictan qué cosas queremos y qué cosas nos producen placer o felicidad.
Podemos reprogramar este software cerebral, pero solo hasta cierto punto.
Si intentamos construir un hombre quimérico, totalmente desconectado de nuestra verdadera naturaleza biológica y de nuestras motivaciones más profundas, el resultado habitual suele ser el fracaso y la infelicidad.
Pero entonces ¿cómo podemos compaginar la realidad de nuestra naturaleza biológica, que nos empuja a querer cosas, y el hecho de que cuando estas querencias no se alcanzan, el resultado suele ser la frustración y el sufrimiento?
Retomemos de nuevo algunas tradiciones orientales, que evolucionaron a partir del pensamiento budista primitivo, como son la tradición japonesa del Zen y la tradición china del Tao.
En estas tradiciones observamos que se aplica una y otra vez la pauta o actitud mental que ellos denominan “vaciamiento mental” o “mente unificada”.
Aplican esta actitud mental a las más variadas disciplinas: la ceremonia de servir el té, la preparación floral, las artes marciales, las artes escénicas, la pintura, etc.
Cualquiera que sea la actividad o tarea que se realice, estas disciplinas nos enseñan que la actitud mental adecuada consiste en limpiar la mente, cesar los diálogos internos, focalizar toda nuestra atención y concentración en el presente inmediato y dejar que las acciones fluyan de forma natural y automática, al punto que parezca que se producen por sí mismas, sin esfuerzo deliberado.
Desde el pensamiento occidental, el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi, de la Universidad Chicago, alcanzó conclusiones muy similares después de investigar durante varias décadas a personas que habían alcanzado un gran éxito en sus profesiones (artistas, músicos, atletas, cirujanos, maestros del ajedrez…).
Estas personas, nos explica Csikszentmihalyi, han desarrollado una actitud mental que les permite “fluir”.
Este término lo aplica a la descripción de la experiencia de sumergirnos en una actividad que nos gusta y nos absorbe a tal punto, que casi nos olvidamos de nosotros mismos.
En ese momento, la atención, la motivación y la situación se encuentran, dando como resultado una especie de armonía productiva que permite alcanzar experiencias óptimas.
En definitiva, todas estas aportaciones nos enseñan que no necesitamos encerrarnos en una celda monacal renunciando al “mundo” para alcanzar un estado de serenidad y de excelencia.
Podemos querer cosas, sin convertirnos necesariamente en esclavos de nuestros deseos.
Lo que necesitamos es aprender a desarrollar la actitud mental adecuada, en la que podamos combinar la máxima atención en busca del rendimiento extraordinario, con un estado físico y mental de calma y relajación.
Aprender a sentirnos altamente motivados para alcanzar nuestras metas, sin sentir por ello ningún tipo excitación o de presión interna.
Alcanzar el estado adecuado de concentración sin esfuerzo.
De deseo sin intención.
De atención natural sin rigidez ni aparente esfuerzo.
Cuando nuestro ritmo cardiaco es lento, nuestros músculos están distendidos y nuestra respiración es profunda y pausada, encontramos que nuestro cerebro comienza a trabajar en la zona cúspide de su eficacia.
Sin pretenderlo, observamos que somos capaces de utilizar todo nuestro cerebro, en especial el cerebro inconsciente, para responder de la forma más natural y adecuada a las circunstancias del entorno.
El profesor alemán de filosofía Eugen Herrigel, quien practicó durante años el tiro con arco en una escuela inspirada en la filosofía Zen, lo describió de esta manera: “Para ser capaz de acertar en el blanco, el arquero debe dejar que sus movimientos sean espontáneos, libres de esfuerzo y propósito. De este modo, la cuerda se libera sin intención, y el tiro se produce como por sí solo, disparándose como una fruta madura, fundiéndose arco, flecha, objetivo y arquero en uno sólo para alcanzar la perfección”. 

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